23 sept 2009

Todo por el atardecer

Sentada inmóvil en el suelo, permanecía mirando hacia la nada, mientras murmuraba casi sin mover los labios “que se calle, que se calle…” a la mujer que boqueaba agónicamente a un par de metros de su espalda.

Con el rabillo del ojo; ella podía a observar como una mano temblorosa trataba de alzarse, quizás, para intentar salvarse del final, ya irremediable. Poco a poco aquella mano iba perdiendo movimiento hasta quedar inmóvil sobre el frío piso; ya eran menos los jadeos forzosos que emitía la moribunda, al tratar de imbuir a sus pulmones algo más que su propia sangre.

Luego silencio…

Ella se quedó ahí un poco más, no por temor sino porque la puesta de sol estaba ocurriendo, y es que solo habían dos cosas que a sus catorce años Alejandra odiaba en el mundo: una de ellas es perderse la puesta de sol…

Cuando la esfera naranja rojiza se perdió en el horizonte, ella se puso en pie, sosteniendo aún el cuchillo que menos de una hora antes había introducido ocho veces en el tórax de quien ahora yacía en el piso inmóvil y con los ojos vidriados, en un lago de sangre purpúrea.

“Lo siento” murmuró “tú sabías cuanto odio perderme la puesta de sol… si tan solo hubieras esperado un poco en lugar de gritarme como loca, ahora tendrías tu libra de pollo y no habríamos llegado a esto”.

Cuando vinieron por ella a la tarde siguiente la casa hedía terriblemente; sin embargo, ella se mostró muy complaciente y amable, contestando con toda la sinceridad y candidez del mundo a todas las preguntas que le hacían. Lamentablemente, al momento de llevársela, comenzaba a ponerse el sol.

Ella entró en una furia ciega; golpeó, mordió y pateó a los enfermeros que trataban de ponerle la camisa de fuerza, hasta que la soltaron y ella se sentó en el ventanal a mirar extasiada el atardecer.

“Por favor, prométanme que a donde me lleven, mi habitación tendrá una ventana para poder admirar cuando se pone el sol”

Y así lo hicieron.

Ella está recluida en una pequeña habitación de paredes blancas con una ventana que da al oeste, por donde todos los días goza del atardecer.

Es que, hay solo dos cosas que ella odia en el mundo: una es perderse la puesta de sol, y la otra era su madre.